martes, 24 de noviembre de 2009
CONFESIÓN
Una vez, una sola, amable y dulce mujer,
En mi brazo tu brazo pulido
Se apoyó (sobre el fondo tenebroso de mi alma
Este recuerdo no ha palidecido);
Era tarde; cual una medalla nueva
La luna llena se mostraba,
Y la solemnidad de la noche, como un río,
Sobre París durmiente corría.
Y a lo largo de las casas, bajo las puertas cocheras,
Los gatos pasaban furtivamente,
El oído en acecho, o bien, como sombras queridas.
Nos acompañaban lentamente.
De pronto, en medio de la intimidad libre
Abierta a la pálida claridad,
De ti, rico y sonoro instrumento donde no vibra
Más que la radiante alegría,
De ti, clara y alegre cual una fanfarria
En la mañana chispeante,
Una nota llorosa, una nota discordante,
Se escapó vacilando
Como un niño endeble, horrible, sombrío, inmundo,
Del que su familia se avergonzara,
Y que, durante mucho tiempo, para ocultarlo al mundo,
En una cueva lo tuviera en secreto.
Pobre ángel, ella entonó, su nota chillona:
"Nada aquí abajo es cierto,
Y siempre, por más que se acicale,
Se traiciona el egoísmo humano;
"Es duro oficio el de ser bella mujer,
Y es el trabajo banal
De la bailarina loca y fría que se pasma
En una sonrisa maquinal;
"Construir sobre los corazones es una cosa necia;
Que todo vacila, amor y belleza,
Hasta que el Olvido los arroja en su capacho,
¡Para volverlos a la Eternidad!"
Con frecuencia he evocado esta luna encantada,
Este silencio y esta languidez,
Y esta confidencia horrible murmurada
En el confesionario del corazón.
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